domingo, 13 de septiembre de 2009

REVSITA ALANA GRECIA: PARTICIPACIÓN EN FESTIVAL MUNDIAL DE LA DIGNA RABIA


Buenas tardes compañeras y compañeros


Venimos desde Grecia. Es un gran honor para nosotras y nosotros estar aquí y compartir la mesa con movimientos tan importantes. Estamos muy emocionados, así que disculpen los errores que seguro vamos a cometer.

Somos un pequeño colectivo, personas que desde hace años estamos participando en grupos de solidaridad con los zapatistas y que también ahora, a través de la revista Alana, tratamos de dar a conocer en Grecia los otros caminos de hacer política que trazan las resistencias y las luchas de los pueblos latinoamericanos, rescatando su propia voz. Tratamos también de llevar a cabo formas de solidaridad con los movimientos con los que mantenemos una relación directa. Queremos, pues, compartir con ustedes unas palabras sobre lo que pasa ahora en Grecia. No estamos aquí como representantes de la revuelta y no queremos hablar como tales: participamos en ella junto con muchísimos otros colectivos y miles y miles de personas. Aquí van, pues, nuestras palabras.

Estos días, hemos vivido en Grecia –y seguimos viviendo– una increíble explosión de rabia social, una rabia que “estaba pendiente”, como alguien dijo; una rabia que se está acumulando a diario en personas de experiencias diferentes, pero con un rasgo común: el desprecio a su trabajo y a sus sueños, la sensación de que los de arriba se están burlando de ellos quitándoles cada vez más la esperanza de una vida mejor.

Quisieron presentar esta rabia como “ciega”. No es así. Ciega es la rabia que se manifiesta en los pequeños casos de violencia que se imponen en la vida diaria. Ciega es la rabia de golpear a tu esposa porque te han despedido, de pelear en la calle por un lugar de estacionamiento o, en la cancha, porque el árbitro ha sido injusto. Ciega es la rabia de insultar al empleado del banco porque no se puede insultar al director.

La rabia que en nuestro país se ha expresado y que continúa haciéndolo en las calles de tantas ciudades (más de cincuenta ciudades de Grecia) es, en cambio, una rabia que señala sus objetivos.

En todas partes hubo incendios de bancos; los coches caros, las tiendas lujosas, los símbolos de la riqueza y el consumo ostentoso han sido el blanco. Sobre todo, la rabia se dirigió contra las fuerzas represivas. Seguro que nadie podía imaginar que alumnos de 14 ó 15 años de edad cercarían las sedes de la policía en todo el país, incluso en ciudades que no sabían lo que era una manifestación. Nadie podía imaginar que unas ochocientas escuelas secundarias estarían ocupadas en tan pocos días.

La rabia no fue un afán de venganza, un afán que acompañaría la explosión desesperada de los marginados y excluidos. No fue la rabia que despertó en los suburbios de París o en las calles de Los Ángeles –a pesar de que en Grecia también muchos de los excluidos sintieron esta revuelta como propia–. Fue, quizá, una rabia que expresó de la manera más profunda y más directa la creciente falta de legitimidad del sistema.

La policía asesinó a un joven, Alexis, que estaba con sus amigos en el centro de Atenas un sábado por la noche. Este asesinato simbolizó la sensación de injusticia absoluta y catastrófica que penetra en la sociedad. Nadie en ningún momento pensó en que la policía pagara por este crimen. Ningún policía pagó nunca por torturar a los inmigrantes en las comisarías, por asesinar a los manifestantes, por golpear a los trabajadores en huelga ni por participar activamente en la mafia del narcotráfico o de la prostitución.

La sensación de injusticia sin ningún tipo de garantía para su reparación, la sensación de impunidad y de clientelismo entre el poder económico y el político es algo muy arraigado en la gente y el sistema, guiñando el ojo a sus súbditos, detrás de la retórica sobre la responsabilidad social, la cohesión social y el bienestar colectivo, lo que en la realidad y en la práctica está diciendo es “tú también roba como puedas, engaña, aplasta a los demás y así podrás salir adelante”. Los jóvenes viven esta injusticia descarada como una cruda violencia cotidiana. Su escuela, estructurada básicamente como un mecanismo de control absoluto y disciplina, no es más que el cementerio de sus sueños. Lo importante es sólo aprobar exámenes y sacar buenas notas, todo esto con la ilusión de que los más capaces van a tener éxito. Los jóvenes viven la injusticia en la frustración de esta promesa, de cada falsa promesa sobre su futuro. Por culpa de estas promesas son obligados a renunciar a la alegría de la vida, a la ternura de la solidaridad, y los jóvenes saben –quizá mejor que sus padres– que, pese a sus sacrificios, pocos van a tener éxito. Saben que, para la mayoría, el futuro está ya decidido. La bala que mató a Alexis mató el escaso tiempo libre que los jóvenes tienen para vivir y para soñar.

En las universidades, la misma sensación de injusticia se impone en las y los estudiantes. La educación superior pública y gratuita se está desmantelando sistemáticamente por los ataques institucionales del neoliberalismo. La privatización y adaptación a la lógica del mercado desprecia a la educación superior, rebajándola a la capacitación de personas empleables sin pensamiento crítico y derechos laborales. Hace dos años, un movimiento universitario que abarcó las asambleas de estudiantes y los sindicatos de profesores luchó contra la reforma neoliberal y consiguió detener la reforma de la constitución que prohíbe la creación de universidades privadas. Sin embargo, el gobierno está tratando de esquivar este mandato constitucional con el reconocimiento de las academias privadas que funcionan como franquicias de universidades extranjeras.

La injusticia ha tomado una nueva forma. No hay manera de que las garantías de su propio Estado de derecho impidan a los dominantes derrochar el dinero público, regalándolo a los bancos o a la Iglesia, o repartiéndolo entre sí en formas de sobornos o comisiones, como hicieron hace poco con los fondos de la seguridad social. Es por esta sensación de injusticia por lo que la juventud se dirigió a realizar actos de destrucción simbólica o real. Es la sensación de injusticia la que cercó las sedes de la policía, tumbó coches, incendió bancos e inspiró numerosos actos de protesta. Hacia esta injusticia y hacia la rabia que ella genera, los jóvenes quisieron dirigir la mirada de la sociedad. Algunos ofrecieron flores a los policías, simbolizando la distancia entre los dos mundos. Otros les tiraron piedras convirtiendo esta distancia en campo de batalla. Algunos ocuparon las oficinas de la Confederación General de Trabajadores marcando la diferencia entre los trabajadores y la dirigencia subordinada de sus sindicatos. Algunos ocuparon cadenas de radio y televisión, otros colgaron pancartas en el Partenón, muchos ocuparon ayuntamientos y universidades.

Sí, se trata de una revuelta, si la revuelta implica que la rabia acumulada se manifieste de manera espontánea e impredecible. Sí, si en ella se cuestiona la legitimidad de los valores dominantes de la sociedad. Sí, si en ella se producen formas de acción que trascienden las válvulas de escape del sistema. Sí, si en ella nacen formas de autogestión distinta que expresan la crisis de la política, de la representatividad y de la posibilidad de intervención de los miembros de la sociedad en ésta misma.

En estos días han nacido en Grecia un montón de formas de organización entre los rebeldes, un montón de formas para coordinarse, reflexionar, organizar colectivamente sus acciones. Desde los celulares y el Internet para la coordinación inmediata, hasta las grandes asambleas abiertas en auditorios universitarios y edificios públicos ocupados, este multifacético y acéfalo movimiento consiguió estar en todas partes, siempre impredecible y creativo. Sorprendió al aparato represivo y atrajo consigo a grandes partes de la sociedad, pero también tuvo un parto difícil y doloroso. Parió sus propias formas de comunicación horizontal, de democracia directa y de diálogo político. Las firmas en los manifiestos y en las pancartas casi han desaparecido. No se trata de las plataformas y las consignas de los grupos de izquierda y anarquistas: se trata de consignas que nacen diariamente en las calles por anónimos y anónimas, se tata de iniciativas sin ningún nombre –o ninguno reconocible– como vecinos de tal barrio, coordinadoras de estudiantes, asambleas abiertas de tal o cual ocupación. Se trata de una rabia que, hasta el momento, no permite su apropiación por una u otra corriente ideológica. No se trata de una revuelta de los anarquistas o de los de la izquierda. Claro que éstos se involucraron, pero las firmas desaparecieron y se inventaron nuevas formas de hacer política, más anónimas, imaginativas y participativas, lo cual asusta y siempre ha asustado a los defensores del orden social.

¿Quiénes son, en fin, los que están en las calles? La caracterización que utilizan todos ellos es “encapuchados”. Quienes ocultaron sus rostros en las marchas de la rabia lo hicieron para protegerse de las omnipresentes cámaras de vigilancia y de las sustancias químicas que la policía echa a montones. Pero no es esto lo que más asusta a los garantes del orden, sino el hecho de que todos los que manifiestan su rabia no sean clasificables y, así, controlables.

En un escenario político que define los límites del cuestionamiento legítimo del sistema, les asusta lo impersonal de estos chicos que han ocultado sus rostros para volverse visibles. Son los chicos de al lado, nuestros hijos e hijas los que irrumpieron en el escenario tumbando los equilibrios y las ilusiones.

Estos días, en la plaza central de Atenas, el árbol de navidad está protegido por policías armados hasta los dientes y la vitrina de la fantasmagoría navideña y de las falsas promesas de amor y consumo ha quedado rota. Anteayer por la noche, a la hora en que cambió el año, cientos de manifestantes se concentraron en la plaza central para expresar su solidaridad con el pueblo palestino. Al mismo tiempo, casi mil personas festejaron el año nuevo fuera de la cárcel central de Atenas en solidaridad con los presos y también en Salónica hubo disturbios con la policía. La revuelta de la rabia, la exclusión de la juventud que vive la injusticia y exige un futuro distinto muestra su dignidad, moldea su discurso, sus formas de organización, expresa sus propios valores de la solidaridad y de la alegría colectiva.

Parece que lo que ha pasado estos días no es más que el preámbulo de un nuevo periodo. “Ya basta. Mañana nada debe ser igual”, han dicho los jóvenes. “Ya basta. Mañana nada debe ser igual”, han dicho los que sintieron que estos días también son de ellos. Mañana nada va a ser igual, lo han comprendido también los dominantes y se han asustado. Hagamos de la fuerza de la rabia que les asustó, la fuerza que parirá un otro mundo.


Gracias, compañeros y compañeras.


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